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AY, DIOS! ESTA IGLESIA NUESTRA

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  • Date noviembre 6, 2015
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Si eres creyente, no dejes de leerlo.

Por José Leonardo Rincón, S.J.

 

Después de casi 2000 años de existencia, la Iglesia católica sigue siendo noticia y generando controversias de toda índole tanto interna como externamente. No puede ser de otra manera la suerte de una institución conformada por seres humanos tan diversos y movidos por tan variados intereses.

La misión redentora de Nuestro Señor Jesucristo cumplida a cabalidad, no sólo con su Palabra sino también con sus hechos contundentes, de igual manera fue muy controvertida en su momento. Tanto, que le vino a costar la vida misma. Más que predicarse a sí mismo, Jesús de Nazaret nos regaló su Buena Noticia (eso significa Evangelio) predicando el Reino de Dios, una propuesta realmente subversiva del orden religioso y socio-político-cultural de su época, pues no sólo evidenciaba una manera distinta de relacionarse con el Dios-Padre sino también una vida pletórica del Espíritu que con sabiduría y fortaleza anunciaba un Reino de Verdad, Justicia y Paz, denunciaba con sus prédicas en parábolas los desajustes estructurales del sistema operante y testimoniaba con su accionar coherente que un nuevo orden era posible, no sólo como utopía escatológica sino como realidad que se podría ir realizando desde el aquí y el ahora.

Semejante tarea no concluyó con su injusto asesinato. Tenía que continuar sobre espaldas y hombros de personas comunes y corrientes, como nosotros, es decir, hombres y mujeres con sus cualidades y defectos, con sus grandes potencialidades y carismas pero también con sus gigantescas limitaciones y pecados. Por eso, con razón los Padres de la Iglesia hablaban de que esa institución que para continuar con la misión de Dios en Jesucristo quiso formalizarla, articularla, organizarla y promoverla, era reflejo de esa realidad existencial, por eso la denominaron santa y pecadora, casta y prostituta, porque realizaba y sigue realizando obras prodigiosas por el bien de la humanidad pero a la par se equivoca dolorosamente, no formal e intencionalmente como institución, ni en su naturaleza y propósitos, sino en el actuar de las personas que la conforman, esto es, nosotros mismos.

Personalmente confieso mi amor, credibilidad y adhesión total a la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Y no porque pueda fallar me decepciona y me alejo de ella. No podría ser pues la considero madre y maestra, así sea humana y pecadora. Nunca he pensado siquiera en la posibilidad de abandonarla y si en alguna ocasión fuese motivo de crítica, ésta la considero como auto-crítica, desde dentro y con amor, con respeto y buscando ser objetivos. Por eso nunca he podido entender a aquellos que dicen creer en el Dios de Jesucristo pero no creer en la Iglesia. Son inseparables! La Iglesia es el cuerpo de Cristo y nosotros somos sus miembros, de manera que no podríamos tener una vida auténtica separados, rompiendo esa unidad esencial y constitutiva.

Lo que le sigue pasando a la Iglesia, nuestra Iglesia, genera un sabor agridulce. Por ejemplo, el arrollador apostolado de Francisco en sus viajes y magisterio, alienta, estimula, genera esperanza. Los “descaches” de altos jerarcas y sacerdotes, unos en rebelión mostrando con su prepotencia, envidia y celos que quieren ser príncipes antes que servidores, otros armando escándalos con sus inapropiados comportamientos económicos y morales, por supuesto, duelen, decepcionan, desaniman. Mas nuestra fe y nuestro sentido de Iglesia no puede estar al vaivén de los acontecimientos. Si nos va bien estamos con la Iglesia y nos sentimos orgullosamente católicos y si nos va mal despotricamos contra ella y la abandonamos. Hay que estar con ella en las buenas y las malas.

Somos Iglesia. Esencialmente hacemos parte de ella. La Iglesia no es un club al que se entra y del que se sale con un carné de membresía o porque se le paga una cuota para obtener prebendas y derechos. Es nuestra familia, es carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Así queramos negarla, así queramos abjurar de ella, Iglesia somos. Y lo somos si nos decimos hombres y mujeres de fe en el Dios Uno y Trino. Ya lo dije, no podemos decir que creemos en Dios pero que no creemos en la Iglesia. Sería como decir yo creo en mi cabeza pero no creo en mi cuerpo. Creo y no creo, ¿no es eso dicotómico y esquizoide?

En estos días nuestra Iglesia está en el meollo de grandes discusiones sobre temas muy delicados y controversiales:

– Con clérigos vaticanos de altas responsabilidades que desconciertan con sus actuaciones. Eso confirma nuestra fragilidad y el reto que tenemos de ser fieles a nuestros compromisos.
– Con la necesidad de ser más misericordiosos y comprensivos con las parejas católicas que por alguna razón se separaron y se han vuelto a casar y quieren participar activamente con la comunión eucarística. 
– Con la importancia de promover el discernimiento serio y juicioso en las parejas respecto del uso de los métodos anticonceptivos, como lo acaba de pedir el Sínodo de los Obispos.
– Con las personas con orientación diversa a la heterosexual y que requieren una actitud respetuosa e incluyente para nunca más ser estigmatizadas, excluidas o maltratadas.
– Con propuestas oportunas y proactivas, más que actitudes quejumbrosas frente a asuntos como la adopción de niños por parejas del mismo sexo, que ha sido avalada por la Corte y que parece no tener reversa.
– Con la imperiosa necesidad de no sustraerse de los debates candentes que sobre el delicado asunto del aborto se suscitan. Con mucho respeto no comparto que se cancelen esos espacios académicos universitarios, por naturaleza autónomos y plurales, y donde como Iglesia debemos sentar claramente nuestra posición en favor del respeto a la vida.

La Iglesia continúa su misión en el mundo, pero su actitud no debe ser aséptica y purista respecto del mundo. Esa misión exige encarnarse en el mundo y no desde el balcón decir qué es bueno y qué es malo, sino desde la calle y en su cotidianidad ser esa semilla que genera desde dentro transformaciones profundas. Eso esperamos de nuestra amada Iglesia como Iglesia que somos.

 

 

 

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